La trampa de la lealtad: la hipocresía silenciosa de los departamentos de Recursos Humanos

Durante décadas, las empresas han construido un relato cómodo y socialmente aceptado: el de la lealtad como virtud suprema. Permanecer, sacrificarse, “ponerse la camiseta” y confiar en que el esfuerzo sostenido será reconocido. Sin embargo, detrás de ese discurso motivacional se esconde una realidad mucho más cruda, documentada y sistemática: en el mundo corporativo moderno, la lealtad no solo no se premia, sino que suele castigarse.

El académico Jeffrey Pfeffer, uno de los mayores expertos mundiales en poder y comportamiento organizacional, lo expuso sin eufemismos tras décadas de investigación: las empresas no pagan devoción, la explotan. Los empleados que permanecen más tiempo en un mismo puesto suelen recibir incrementos salariales inferiores a los de los recién llegados que realizan exactamente la misma tarea. La permanencia, lejos de ser un activo, se convierte en una debilidad negociadora.

La matemática de la deslealtad rentable

Los números no dejan lugar a interpretaciones románticas. Diversos estudios muestran que cambiar de empleo cada dos o tres años puede incrementar los ingresos a lo largo de la vida laboral hasta en un 50% en comparación con quienes permanecen fieles a una sola organización. La razón es simple y brutal: el único poder real del trabajador es la posibilidad de irse. En el momento en que una empresa percibe que alguien no se moverá, su valor de negociación se desploma.

Las organizaciones ajustan salarios para atraer talento externo, no para retener al interno. Los presupuestos contemplan la rotación como un costo inevitable, pero rara vez incluyen partidas significativas para premiar la permanencia. Desde la lógica empresarial, el empleado leal es “eficiente”: cuesta menos, no exige, no tensiona el sistema.

Recursos Humanos: lo que saben y nunca dirán

Aquí aparece el rol más incómodo: el de los departamentos de Recursos Humanos. Aunque suelen presentarse como mediadores entre la empresa y las personas, su función real es inequívoca: proteger los intereses de la organización. No están diseñados para maximizar el bienestar del empleado, sino para minimizar riesgos legales, salariales y reputacionales.

RR. HH. conoce perfectamente la dinámica de la lealtad barata. Sabe que los empleados fieles negocian menos, aceptan aumentos por debajo del mercado y confunden estabilidad con progreso. Sin embargo, ese conocimiento nunca se explicita. Al contrario, se refuerza el discurso del compromiso, la cultura y el “crecimiento interno”, mientras se administra cuidadosamente la desigualdad salarial entre quienes se quedan y quienes llegan.

La “trampa de la lealtad”

Pfeffer denomina a este fenómeno la loyalty trap o trampa de la lealtad. El empleado invierte años, construye relaciones, sacrifica fines de semana y posterga oportunidades bajo la promesa implícita de reconocimiento futuro. Pero en la práctica, el sistema premia a quienes generan incomodidad, no a quienes sostienen la armonía.

El trabajador silencioso recibe elogios, más responsabilidades y, en el mejor de los casos, un cambio de título sin presupuesto asociado. El que amenaza con irse —o efectivamente se va— obtiene mejoras salariales, promociones reales y poder de negociación. El “empleado ejemplar” se vuelve invisible; el disruptivo, indispensable.

Dos formas de entender el empleo

En toda organización conviven dos perfiles bien definidos. Por un lado, quienes esperan ser vistos, convencidos de que el mérito habla por sí solo. Con el tiempo, suelen acumular frustración al observar cómo los recién llegados los superan salarialmente en pocos meses. Por el otro, quienes entienden el empleo como una negociación permanente y actúan en consecuencia: comparan mercado, cambian de rol, exigen lo que valen.

Uno confunde lealtad con estrategia. El otro entiende el juego. Y el sistema deja claro, una y otra vez, cuál de los dos sale ganando.

La gran mentira corporativa

Quizás la idea más persistente —y peligrosa— es creer que Recursos Humanos está “para el empleado”. No lo está. Está para la empresa. Esa no es una falla moral, sino una definición funcional. El problema surge cuando se disfraza esa realidad con discursos humanistas mientras se reproduce una lógica que penaliza el esfuerzo sostenido y recompensa la rotación calculada.

Al final, la frase que mejor resume esta dinámica es tan simple como incómoda: el trabajo duro suele ser recompensado con más trabajo. No con más salario, no con más poder, no con más seguridad.

La verdadera pregunta, entonces, no es si el sistema es justo, sino cuánto tiempo más los trabajadores seguirán fingiendo no entenderlo.

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