La crisis del coste de vida amenaza la confianza en la democracia europea

En el corazón de Europa se expande una preocupación silenciosa, pero cada vez más palpable: la fe de la ciudadanía en la democracia empieza a resquebrajarse bajo el peso de la inflación, el encarecimiento de la energía y la inaccesibilidad de la vivienda. Lo que antes parecía un principio inquebrantable de la vida política del continente, hoy se encuentra en jaque por una crisis que golpea directamente los bolsillos y las expectativas de millones de europeos.

El presidente del Comité Económico y Social Europeo (CESE), Oliver Röpke, lanzó esta semana una advertencia que debería encender las alarmas en Bruselas y en cada capital de los Estados miembros: “La crisis del coste de la vida es una gran amenaza para la confianza en la democracia y para la confianza en la capacidad de Europa de actuar”. Sus palabras no son una exageración. El deterioro de la calidad de vida, visible en las facturas energéticas que no dejan de crecer y en los alquileres cada vez más inalcanzables, está alimentando un malestar social que fácilmente puede transformarse en desconfianza hacia las instituciones.

El vínculo entre bienestar económico y confianza democrática es más estrecho de lo que a menudo se reconoce. Cuando el ciudadano medio siente que trabajar no garantiza llegar a fin de mes, o que el derecho a una vivienda digna se ha convertido en un privilegio inalcanzable, las promesas de igualdad y justicia social que acompañan al modelo democrático empiezan a sonar huecas. En este terreno fértil, prosperan la apatía política, el desencanto y, en los peores casos, el auge de fuerzas populistas que prometen soluciones rápidas a problemas complejos.

El CESE insiste en que la vivienda asequible debe convertirse en una prioridad. No se trata solo de un desafío económico, sino de un pilar de estabilidad social. Una familia que no puede pagar la calefacción en invierno o que destina más del 40% de su salario al alquiler difícilmente mantendrá confianza en un sistema político que se presenta como garante de sus derechos fundamentales.

El problema no se limita a España, aunque allí se sienta con especial intensidad en ciudades donde los precios inmobiliarios han superado con creces los salarios medios. Desde Lisboa hasta Berlín, pasando por París, Atenas y Varsovia, la historia es la misma: jóvenes que no logran emanciparse, familias que deben elegir entre pagar la luz o la comida, jubilados que ven sus pensiones evaporarse frente al aumento de los precios.

Frente a este panorama, la Unión Europea se encuentra en una encrucijada. O bien adopta políticas urgentes y coordinadas que alivien el coste de vida —inversiones en vivienda pública, regulación de los mercados energéticos, control de la especulación—, o bien corre el riesgo de ver erosionada la confianza en el sistema democrático que ha sido bandera del continente desde la posguerra.

La democracia europea no solo se defiende en las urnas o en los parlamentos; se defiende en la nevera llena, en la calefacción encendida, en la posibilidad de un techo digno. Si Europa no logra garantizar esas condiciones mínimas, será cada vez más difícil sostener la convicción de que la democracia es el mejor camino.

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