El ocaso del Mesías Libertario: Milei y el circo bizarro que hunde la imagen de Argentina
Milei no está cambiando la Argentina: la está exponiendo al ridículo global. Y lo más trágico es que ni siquiera parece darse cuenta.
Javier Milei ya no inspira curiosidad: provoca vergüenza. Lo que alguna vez fue un fenómeno político disruptivo, hoy se ha convertido en un espectáculo grotesco que erosiona la confianza interna y ridiculiza a la Argentina ante el mundo.

La caída de su imagen no se explica solo por la economía ni por el ajuste brutal que golpea a las clases medias y bajas. Se explica, sobre todo, por el personaje en el que Milei se ha transformado —o tal vez siempre fue—: un líder absorbido por su propio delirio mesiánico, rodeado de un círculo de aduladores y excéntricos que refuerzan su desconexión con la realidad.
El presidente argentino se jacta de haber clonado a sus perros —los mismos con los que asegura mantener conversaciones espirituales— y los trata como asesores en la sombra, bajo nombres y títulos que rozan lo caricaturesco. En cualquier otro país del mundo, un jefe de Estado que admite hablar con animales muertos sería considerado un caso psiquiátrico; en la Argentina actual, es presidente.
Milei canta, grita, se disfraza de rockstar en actos públicos y parece disfrutar de su papel de bufón libertario. Su agresividad verbal contra periodistas, opositores, artistas o incluso aliados políticos ya no sorprende, pero sí preocupa: un presidente que gobierna desde el enojo y el ego herido no conduce, arremete. Cada discurso suyo es un estallido de ira mal contenida, un intento de reafirmarse frente a sus propias inseguridades.
Su ego desbordado es una máscara. Detrás del griterío y los insultos, Milei exhibe una fragilidad evidente: la de un hombre que necesita constantemente ser aplaudido para no derrumbarse. Su supuesta superioridad intelectual y moral es solo una fachada construida sobre la inseguridad y el resentimiento. Y el problema es que, mientras él se mira al espejo, el país se hunde.
El mundo observa con asombro —y con creciente burla— a la Argentina. Los titulares extranjeros que antes hablaban de “la revolución libertaria” ahora se preguntan cómo un país con tanta historia y talento pudo elegir a un líder que parece sacado de un reality show. El espectáculo Milei se ha vuelto sinónimo de decadencia nacional: una mezcla de misticismo absurdo, egocentrismo y resentimiento disfrazado de rebeldía.
Lo que debería ser un gobierno se ha convertido en un performance constante, en el que los gestos histriónicos pesan más que las políticas, y la vergüenza ajena supera cualquier mérito. Los argentinos —una sociedad acostumbrada a convivir con el caos— hoy cargan con el estigma de tener un presidente que ha hecho del delirio una marca país.
Milei no está cambiando la Argentina: la está exponiendo al ridículo global. Y lo más trágico es que ni siquiera parece darse cuenta.
El presidente argentino se jacta de haber clonado a sus perros —los mismos con los que asegura mantener conversaciones espirituales— y los trata como asesores en la sombra, bajo nombres y títulos que rozan lo caricaturesco. En cualquier otro país del mundo, un jefe de Estado que admite hablar con animales muertos sería considerado un caso psiquiátrico; en la Argentina actual, es presidente.
Milei canta, grita, se disfraza de rockstar en actos públicos y parece disfrutar de su papel de bufón libertario. Su agresividad verbal contra periodistas, opositores, artistas o incluso aliados políticos ya no sorprende, pero sí preocupa: un presidente que gobierna desde el enojo y el ego herido no conduce, arremete. Cada discurso suyo es un estallido de ira mal contenida, un intento de reafirmarse frente a sus propias inseguridades.
Su ego desbordado es una máscara. Detrás del griterío y los insultos, Milei exhibe una fragilidad evidente: la de un hombre que necesita constantemente ser aplaudido para no derrumbarse. Su supuesta superioridad intelectual y moral es solo una fachada construida sobre la inseguridad y el resentimiento. Y el problema es que, mientras él se mira al espejo, el país se hunde.
El mundo observa con asombro —y con creciente burla— a la Argentina. Los titulares extranjeros que antes hablaban de “la revolución libertaria” ahora se preguntan cómo un país con tanta historia y talento pudo elegir a un líder que parece sacado de un reality show. El espectáculo Milei se ha vuelto sinónimo de decadencia nacional: una mezcla de misticismo absurdo, egocentrismo y resentimiento disfrazado de rebeldía.
Lo que debería ser un gobierno se ha convertido en un performance constante, en el que los gestos histriónicos pesan más que las políticas, y la vergüenza ajena supera cualquier mérito. Los argentinos —una sociedad acostumbrada a convivir con el caos— hoy cargan con el estigma de tener un presidente que ha hecho del delirio una marca país.
Milei no está cambiando la Argentina: la está exponiendo al ridículo global. Y lo más trágico es que ni siquiera parece darse cuenta.
