Los políticos argentina bajo la lupa de Cipolla: ¿bandidos o estúpidos?
En 1976, el historiador económico Carlo M. Cipolla escribió un ensayo que con el tiempo se volvió un clásico: Las leyes básicas de la estupidez humana. En él proponía un esquema simple pero implacable: clasificar a las personas en cuatro categorías, según los efectos de sus acciones sobre sí mismos y sobre los demás.
- Los inteligentes: benefician a otros y también a sí mismos.
- Los incautos: ayudan a otros pero se perjudican ellos.
- Los bandidos: se benefician a sí mismos dañando a los demás.
- Los estúpidos: dañan a los demás y, en el proceso, también a ellos mismos.
A casi cuarenta años de democracia ininterrumpida, la política argentina parece encajar con una claridad inquietante en este marco conceptual.

Un país más pobre, una clase política más rica
Los datos son contundentes. Desde 1983, cuando la democracia volvió al país, los indicadores de pobreza se han multiplicado, el poder adquisitivo se ha erosionado y la clase media, otrora símbolo de orgullo nacional, se ha achicado de manera dramática. Mientras tanto, el patrimonio de buena parte de la dirigencia política —en todos los niveles y colores partidarios— ha crecido de manera exponencial.
El contraste invita a la pregunta inevitable: ¿qué son entonces los políticos argentinos bajo la tipología de Cipolla?
El predominio del bandido
El primer reflejo es categórico: se trata de bandidos. La élite política se ha beneficiado personalmente —a través de privilegios, cargos, contratos y redes de corrupción— al costo de un progresivo deterioro económico y social para el resto de la población.
El “bandido cipolliano” vive de la transferencia negativa: lo que gana él, lo pierde el otro. Y en la Argentina, el empobrecimiento de la mayoría contrasta demasiado con el enriquecimiento de la minoría dirigente como para no ver la ecuación.
La paradoja de la estupidez
Sin embargo, Cipolla advertía algo más profundo: el verdadero estúpido no solo daña a los demás, sino que también cava su propia fosa. Y en esa frontera difusa, los políticos argentinos pueden estar cruzando la línea.
La degradación del sistema institucional, el colapso económico recurrente y la erosión de la confianza social no solo afectan a los ciudadanos comunes. También terminan debilitando el poder, la legitimidad y hasta la seguridad material de la propia clase política. Un país sin crecimiento, sin estabilidad y con descontento social permanente es un terreno fértil para que el mismo orden político que los sostiene se desplome.
En esa lógica, los políticos argentinos no serían ya solo bandidos racionales, sino bandidos estúpidos: buscan el beneficio inmediato, sin percatarse de que, en el largo plazo, también comprometen sus propios intereses.
El costo colectivo
El marco de Cipolla sirve para entender algo que las estadísticas económicas y los discursos políticos rara vez explican: la tragedia argentina no es únicamente un problema de mala gestión o de ideologías enfrentadas, sino de una dirigencia atrapada en un círculo de bandidaje que, con el tiempo, se vuelve autodestructivo.
Mientras la ciudadanía observa cómo la democracia no ha traído prosperidad sino retrocesos, los líderes parecen haber olvidado que un país quebrado difícilmente pueda sostenerlos en el poder indefinidamente.
Un espejo incómodo
El diagnóstico es duro y no exime a la sociedad, que con su voto ha convalidado o tolerado este ciclo. Pero el espejo de Cipolla obliga a una reflexión central: la política argentina, lejos de situarse en la inteligencia colectiva que busca el bien común, se ha movido peligrosamente entre la bandidocracia y la estupidez.
Y como advertía el propio Cipolla, “nada resulta más peligroso que un estúpido”.