Argentina: La tragedia cultural de un país que se traiciona a sí mismo

Hubo un tiempo, ya casi 100 años, en que Argentina prometía ser una potencia. A comienzos del siglo XX, el país estaba entre los más ricos del mundo. Hoy, más de la mitad de sus niños son pobres, su economía es un campo minado de crisis recurrentes, y su sociedad parece atrapada en un bucle de decadencia. ¿Qué salió mal? Para entenderlo, hay que mirar más allá de los números y adentrarse en el alma misma del país: su cultura.

En Argentina, los políticos no son una anomalía del sistema. Son un reflejo de la sociedad que los elige. Con frecuencia se apunta al «otro bando» —ya sea kirchnerista, libertario, peronista o radical— como el culpable de todos los males. Sin embargo, lo que une a todas estas facciones es una forma de actuar que trasciende ideologías: corrupción, clientelismo, desprecio por las instituciones, oportunismo. Esa manera de hacer política no es una excepción. Es la norma.

Pero la clase dirigente no podría sostenerse sin una ciudadanía que, en muchos casos, reproduce los mismos patrones. Saltarse las reglas es una virtud, no un pecado. El “vivo” que evade impuestos, que coimea a un inspector o que consigue un favor gracias a una conexión política no solo es tolerado, sino admirado. La ley es percibida como un obstáculo, no como una garantía. Y la ética pública es reemplazada por la lógica del «sálvese quien pueda».

Lo más trágico de esta situación es que la grieta ideológica —esa fractura que divide a los argentinos entre bandos irreconciliables— es, en el fondo, una ilusión. Porque tanto de un lado como del otro, el comportamiento es sorprendentemente similar: uso partidista del Estado, culto al líder, desprecio por el que piensa distinto, y un relato que justifica cualquier atropello si proviene del «bando correcto».

Detrás de esta cultura política hay una matriz más profunda, que atraviesa generaciones: el rechazo a la responsabilidad individual, el eterno recurso al «Mesías salvador», la creencia de que alguien vendrá a resolver lo que cada uno no está dispuesto a cambiar. Esta mentalidad no solo impide construir consensos duraderos; también destruye cualquier posibilidad de desarrollo sostenido.

Argentina no está empobrecida solo por malas políticas económicas. Está empobrecida moralmente. El tejido social se ha deshilachado al punto de que ya no se respetan las normas más básicas de convivencia: el mérito, la verdad, la honestidad. Y sin esos valores, ningún país puede prosperar.

Paradójicamente, este país cuenta con un pueblo creativo, trabajador y profundamente emocional. Pero esa misma emocionalidad, no canalizada hacia el esfuerzo y la construcción colectiva, termina alimentando pasiones destructivas, relatos épicos vacíos y una nostalgia paralizante por lo que alguna vez se fue.

Argentina no necesita un nuevo líder. Necesita una transformación cultural. Una refundación ética. Y eso solo puede surgir de una profunda autocrítica nacional, sin excusas, sin eufemismos, sin enemigos externos a los cuales culpar.

Porque mientras no se reconozca que el problema está en casa —en la forma en que se vive, se convive y se gobierna—, el país seguirá retrocediendo. No por una maldición externa, sino por traicionarse a sí mismo.

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